viernes, 30 de mayo de 2014

sinfonía de miseria



SINFONÍA DE MISERIA

Miguel Suárez Sandoval



Lo que más resalta a la vista son dos horcones viejos de algarrobo plantados verticalmente con más o menos cinco metros de altura; y que, como con los brazos abiertos, acogen a un tercero que horizontalmente descansa en ambos. Esa es la estructura de la choza –vieja y carcomida– con techo de cuncuno y ramas de vichayo con barro.
Reseca –como el piso, la pampa y el camino– una habitación de quincha, muy ralita (hecha de varillas de cuncuno amarradas con trenzas de bejuco), que por los años y conservación nada tiene que envidiar a las ruinas.
En el interior hay un viejo candil colgado con tiritas de cuero de chivo a una horqueta que sobresale del horcón. Velas, a medio consumir, botadas por el suelo junto a palitos de fósforos gastados. Una mesa vieja y rota recostada a la quincha por tener solo tres patas: sobre ella libros, revistas, periódicos también viejos y papeles garabateados, y en uno de ellos se alcanza a leer lo que dice: “Para el hombre que sabe vivir no existe, en el mundo, ni tiempo ni espacio para la muerte”. En un rincón de la habitación una cama (en realidad una barbacoa) hecha de palos de overo, y un poncho rotoso que la cubre.
Un conjunto de tristeza y un mensaje de miseria en un ambiente sin amor. Todo un abandono. El silencio se rompe con el zumbido de las moscas negro-verduscas y grandes; cientos, miles de gusanos se mueven entre las quinchas: sonata escrita de un concierto macabro no difundido.
El sol abrasa en sus casi cuarenta grados. La tierra quema tanto que no se puede caminar. Los calabazos no tienen agua; el río tampoco. En el fogón ni choclos se asarán. Se diría que por esa parcela no pasó Dios. Los algarrobos, casi desnudos, no tienen algarroba y los jumentos no comerán; tampoco habrá algarrobina para el señorito de la ciudad. Las cabras ya no subirán por entre las ramas haciendo malabares en el escenario que les tocó vivir.
Alguien reposa en la barbacoa: está inerte, aparentemente inerte. No hay ventanas, no hay luz. Todo está en silencio, todo es soledad: nada se mueve. Un cuerpo inanimado: espanta, asombra… ¡Qué mal olor despide…! ¡En la muerte se da el adiós a las vanidades, y es el momento en que el hombre exhibe su realidad cruda y tajante! ¿Cuántos días habrán pasado en su descomposición?... ¡Horror de horrores! Estados de la materia que en nada afectan el alma.
(En la muerte se deja de ser lo que se ha sido para convertirse en algo diferente, aunque se es lo mismo en esencia. La muerte es el momento en que se juntan el ser y el no ser. Es el fin de algo conocido y el comienzo de lo desconocido. Es un eslabón de la cadena del devenir al que está sujeto el mundo. No es un acontecimiento aislado. Es algo que se relaciona con el “todo”).
Junto al camino un perro, acostado bajo un árbol, aúlla –como clamando piedad– para que alguien se acerque a acompañarlo en su luctuosa soledad. Entra a ratos a la choza, da vueltas, gime junto a su amo y vuelve a salir. Pero no hay respuesta, porque es un pobre el que ha muerto; ni siquiera una iguana corretea a su alrededor; ni un chisco; ni un gavilán revolotea en vuelo circular, porque no hay pollos qué coger. Las cortezas resecas de los árboles y el suelo tan polvoriento hasta a las hormigas auyentan. No hay vida: es un paraje abandonado.
¡Qué falta de amor trae la vejez cuando se junta con la pobreza; y, además, se les une la muerte! El cadáver con su rostro castigado por los años; la boca abierta y sanguinolenta, la cabeza calva; la barba mora, sucia, enmohecida por el tiempo, y sus ojos –casi cuencos– desorbitados  con miradas extraviadas cual si buscasen algo. ¡Dios mío, solo Tú sabes qué! Todo el ambiente es una sinfonía de miseria con notas de hambre, en un pentagrama de dolor que a las entrañas desgarra.
El perro sigue su llanto: es un canto de rebeldía: ¡Oración fúnebre! Todo pasa como pasan las olas del mar ¡Todos nos dejan!: ¡Solo nos queda el dolor! El cuerpo inerte que al fin descansa es el autor de estas notas, hecho cadáver,  muda  protesta  ante  la  idea  de  la  muerte,  que –cual un tronco de algarrobo rendido por los años– duerme para vivir mejor… y en paz, si es que la paz existe. Todo es temporal, todo es impermanente; pero en el tiempo vivimos cuando nos confundimos con lo que no entendemos. ¿Acaso no se puede narrar anticipadamente o escribir estando muerto?
Nadie llora su muerte, salvo el perro; nadie lanza un gemido. ¿Quién es?... ¿Quién ha sido el que ahora yace tendido en los brazos de la muerte? El hombre ve, piensa y es el producto de su realidad circundante. Para comprenderlo hay que entrar a esa “su” realidad marcada, en  gran parte, por los acontecimientos de su época. El hombre es su cuerpo, su alma y su realidad. Si el cuerpo se descompone y desintegra, el alma no; que con la realidad circundante subsistirán.
Nadie responde; ni el eco. Las campanas ya no suenan porque no hay campanero; y la paloma cuculí no canta. ¿Quién ahora nos dará las seis? Junto al pobre, su pobreza; junto al rico, su riqueza: sendos dioses. El mundo sigue su marcha y todo parece igual.
Cuando el sol no alumbra tampoco proyecta sombra. Si un hombre vive en pobreza nadie a él se acerca, porque el hambre no se hereda, ni se compra, ni se vende… pero sí se conserva en el tiempo.
Amor, dolor, Hombre, hambre… ¿Y cuando el pobre se “muere”… quién le asegura una tumba? ¿Quién lo aventará a un hueco, siquiera por compasión?

(Publicado por primera vez en la revista Imágenes, Nº 23 – Lima, 1985).

SINFONÍA DEL SILENCIO



SINFONÍA DEL SILENCIO

Miguel Suárez Sandoval



LA MUERTE es el inicio de una nueva vida; es el despertar del que está dormido. ¡Muerte, eres vida; pero por sarcástica, el mundo, para señalarte, te puso como nombre “muerte”!
La muerte es solo el inicio de la desintegración de la materia y el momento en que el espíritu se escapa. La materia es materia y nunca por sí sola tuvo vida; y el espíritu es inmaterial, inmortal…, eterno. ¡La muerte no existe!
Lo que beneficia al hombre es el afán que tiene de vivir; porque no alcanza a comprender la vida. Cree que todo acaba con la desintegración a la que llama muerte.
La vida tiene dos etapas fundamentales: la primera que se identifica con el nacimiento; y la segunda, posterior a la desintegración. La primera depende de elementos ajenos a la voluntad y esfuerzo; pero la segunda es el producto del trabajo y las circunstancias. Dos etapas distintas, pero una sola en esencia.
Las etapas de la vida… Cada una de ellas comienza con una agonía. La primera, de la persona que nos expulsa e impulsa a la vida, y la segunda, en cada hombre, en el momento “trascendental” en que se inicia la separación de los dos elementos que la forman, sin llegar, hasta ese rato, a la desintegración. El momento “trascendental” es presente; pero, para el que entra en trance, ese presente, deja de ser un “punto” porque comienza a vivir y a ver las cosas de una manera extrasensorial; es un presente que no tiene pasado ni futuro; es estable. Así deviene la segunda vida que continúa en el tiempo… como negación de la primera. La muerte forma parte de la vida; y, la vida –¡qué ironía!– forma parte de la imagen de la muerte.
Vivamos en la muerte si vivir podemos, y en la muerte seremos lo que no hemos sido. Muerte es dolor; pero también es placer, porque al dolor liquida; libera el alma de un cuerpo corrompido, canceroso, prostituido.
La muerte es camino a la vida, es sendero desconocido que nos conduce a lo perenne, estable, a la vida de los siglos de los siglos. Muerte es el cántico de gloria con notas de silencio que se cuelgan en las ramas de los árboles, en las cosas…, en la nada. Es clarinada, es trompeta que anuncia que nos vamos. Es pasado que se junta con el futuro. Es futuro que deslumbra. La muerte es sinfonía, con notas de silencio, en un pentagrama que es la tierra.
La muerte es el final de un haber amado; pero es el inicio de un amor que continúa. La muerte nos confunde y, en democracia de ultratumba, usufructúa lo que se ha sembrado en los años que anteceden. La muerte es el trayecto que recorre la gota de lluvia antes de caer al río que nos llevará al mar y volveremos a ser lo que hemos sido. Es eterno peregrinaje en los espacios siderales. Vuelve la parte al todo y al final nos habremos confundido.
“Vuelve el polvo al polvo”, el agua al agua. ¿Y el hálito de vida que se fuga de un cuerpo corrompido, que se escapa de una sociedad que es leprosorio…, de un cuerpo que no siente…, que se “muere”, que se pudre? ¿Qué se hace? La muerte es la vuelta de la parte al todo; la materia a la materia. ¿Y el resto… es un suspiro? ¿Es substancia que forma parte de la vida? ¿O es la vida que se disipa con la muerte?
Muerte es la huella que dejan los pasos del que ha venido y se fue: muerte es la cola del cometa de la vida en su fugaz carrera; muerte es luminaria que con anticipación hay que prenderla cueste lo que cueste. La “muerte” es parte de la vida, porque en el verdadero concepto, en la magnitud de lo que es el hombre, no hay solución de continuidad; pero, como nuestros sentidos no están capacitados, no entendemos. Muerte es posibilidad para existir verdaderamente libres; es el momento supremo donde en verdad la libertad existe. Si la vida es dolor, la muerte es placer. En la vida todo es negativo: solo la muerte es algo positivo. Es donde la temporalidad termina y a partir de ese rato todo es perenne. ¡Qué corta es la vida, qué grande es la muerte!
El hombre muere si se ha convertido en cenizas el último leño del último árbol que se haya plantado; la segunda vida equivale a la cosecha obtenida por el agricultor. Cada hombre es, en su vida y en su mundo, un agricultor.

(Publicado por primera vez en la revista Imágenes, Nº 22 – Lima, 1985).