SINFONÍA DE MISERIA
Miguel Suárez Sandoval
Lo que más resalta a la vista son dos horcones viejos de
algarrobo plantados verticalmente con más o menos cinco metros de altura; y que,
como con los brazos abiertos, acogen a un tercero que horizontalmente descansa
en ambos. Esa es la estructura de la choza –vieja y carcomida– con techo de
cuncuno y ramas de vichayo con barro.
Reseca –como el piso, la pampa y el
camino– una habitación de quincha, muy ralita (hecha de varillas de cuncuno
amarradas con trenzas de bejuco), que por los años y conservación nada tiene
que envidiar a las ruinas.
En el interior hay un viejo candil
colgado con tiritas de cuero de chivo a una horqueta que sobresale del horcón.
Velas, a medio consumir, botadas por el suelo junto a palitos de fósforos
gastados. Una mesa vieja y rota recostada a la quincha por tener solo tres
patas: sobre ella libros, revistas, periódicos también viejos y papeles
garabateados, y en uno de ellos se alcanza a leer lo que dice: “Para el hombre
que sabe vivir no existe, en el mundo, ni tiempo ni espacio para la muerte”. En
un rincón de la habitación una cama (en realidad una barbacoa) hecha de palos
de overo, y un poncho rotoso que la cubre.
Un conjunto de tristeza y un mensaje
de miseria en un ambiente sin amor. Todo un abandono. El silencio se rompe con
el zumbido de las moscas negro-verduscas y grandes; cientos, miles de gusanos se
mueven entre las quinchas: sonata escrita de un concierto macabro no difundido.
El sol abrasa en sus casi cuarenta
grados. La tierra quema tanto que no se puede caminar. Los calabazos no tienen
agua; el río tampoco. En el fogón ni choclos se asarán. Se diría que por esa
parcela no pasó Dios. Los algarrobos, casi desnudos, no tienen algarroba y los
jumentos no comerán; tampoco habrá algarrobina para el señorito de la ciudad.
Las cabras ya no subirán por entre las ramas haciendo malabares en el escenario
que les tocó vivir.
Alguien reposa en la barbacoa: está
inerte, aparentemente inerte. No hay ventanas, no hay luz. Todo está en silencio,
todo es soledad: nada se mueve. Un cuerpo inanimado: espanta, asombra… ¡Qué mal
olor despide…! ¡En la muerte se da el adiós a las vanidades, y es el momento en
que el hombre exhibe su realidad cruda y tajante! ¿Cuántos días habrán pasado
en su descomposición?... ¡Horror de horrores! Estados de la materia que en nada
afectan el alma.
(En la muerte se deja de ser lo que
se ha sido para convertirse en algo diferente, aunque se es lo mismo en
esencia. La muerte es el momento en que se juntan el ser y el no ser. Es el fin
de algo conocido y el comienzo de lo desconocido. Es un eslabón de la cadena
del devenir al que está sujeto el mundo. No es un acontecimiento aislado. Es
algo que se relaciona con el “todo”).
Junto al camino un perro, acostado
bajo un árbol, aúlla –como clamando piedad– para que alguien se acerque a
acompañarlo en su luctuosa soledad. Entra a ratos a la choza, da vueltas, gime
junto a su amo y vuelve a salir. Pero no hay respuesta, porque es un pobre el
que ha muerto; ni siquiera una iguana corretea a su alrededor; ni un chisco; ni
un gavilán revolotea en vuelo circular, porque no hay pollos qué coger. Las
cortezas resecas de los árboles y el suelo tan polvoriento hasta a las hormigas
auyentan. No hay vida: es un paraje abandonado.
¡Qué falta de amor trae la vejez
cuando se junta con la pobreza; y, además, se les une la muerte! El cadáver con
su rostro castigado por los años; la boca abierta y sanguinolenta, la cabeza
calva; la barba mora, sucia, enmohecida por el tiempo, y sus ojos –casi cuencos–
desorbitados con miradas extraviadas
cual si buscasen algo. ¡Dios mío, solo Tú sabes qué! Todo el ambiente es una
sinfonía de miseria con notas de hambre, en un pentagrama de dolor que a las
entrañas desgarra.
El perro sigue su llanto: es un
canto de rebeldía: ¡Oración fúnebre! Todo pasa como pasan las olas del mar
¡Todos nos dejan!: ¡Solo nos queda el dolor! El cuerpo inerte que al fin
descansa es el autor de estas notas, hecho cadáver, muda protesta
ante la idea
de la muerte,
que –cual un tronco de algarrobo rendido por los años– duerme para vivir
mejor… y en paz, si es que la paz existe. Todo es temporal, todo es
impermanente; pero en el tiempo vivimos cuando nos confundimos con lo que no
entendemos. ¿Acaso no se puede narrar anticipadamente o escribir estando muerto?
Nadie llora su muerte, salvo el
perro; nadie lanza un gemido. ¿Quién es?... ¿Quién ha sido el que ahora yace
tendido en los brazos de la muerte? El hombre ve, piensa y es el producto de su
realidad circundante. Para comprenderlo hay que entrar a esa “su” realidad
marcada, en gran parte, por los
acontecimientos de su época. El hombre es su cuerpo, su alma y su realidad. Si
el cuerpo se descompone y desintegra, el alma no; que con la realidad
circundante subsistirán.
Nadie responde; ni el eco. Las
campanas ya no suenan porque no hay campanero; y la paloma cuculí no canta.
¿Quién ahora nos dará las seis? Junto al pobre, su pobreza; junto al rico, su
riqueza: sendos dioses. El mundo sigue su marcha y todo parece igual.
Cuando el sol no alumbra tampoco
proyecta sombra. Si un hombre vive en pobreza nadie a él se acerca, porque el
hambre no se hereda, ni se compra, ni se vende… pero sí se conserva en el
tiempo.
Amor, dolor, Hombre, hambre… ¿Y
cuando el pobre se “muere”… quién le asegura una tumba? ¿Quién lo aventará a un
hueco, siquiera por compasión?
(Publicado por primera vez en la revista Imágenes, Nº 23 – Lima, 1985).