domingo, 18 de octubre de 2015

SINFONÍA EN EL ATARDECER DE LA VIDA



SINFONÍA EN EL ATARDECER
DE LA VIDA

Miguel Suárez Sandoval



HE PERDIDO tanto en mi vida, que podría decir que no he ganado nada. Y en mi mundo lo único que ─para sobrevivir─ me ha quedado es la paciencia: lo demás lo he perdido o jamás lo tuve… Si no me pongo a llorar es porque mi alma hasta sin lágrimas se ha quedado, y, sobre todo, porque ─al meditar─ la razón así me aconseja.
Corrí tras de mucho que, después, como un fantasma desapareció dejándome en el campo como un palo abandonado, viejo y carcomido. A mi alrededor ni siquiera hormigas quedan porque saben que de mí no sacarán nada.
Abandoné mi pueblo con su olor a pan caliente a las seis de la mañana y a flores y frutas mientras brilla el Sol o cuando la Luna guiña en el horizonte y lentamente da la sensación que resbala.
Siempre soñé tener una casa, en la casa un jardín y en el jardín unas flores. Sobre los dos tercios de mi vida he tenido muchas flores; pero no tuve jardín porque tampoco tuve casa. Por eso las flores murieron o se fueron destruyéndome la vida, paulatinamente, al son que cada una de ellas moría o se iba.
¿Qué será de mí cuando, para caminar, tenga que sujetarme de un palo que lo lleve por delante? ¡Ojalá que ese palo sea de algarrobo! ¡Y si es de El Cholocal… mejor!, porque estoy seguro de que no lograré que sea de naranjo! ¿Qué será de mí cuando ni con bastón camine, y sordo y ciego me quede acurrucado en un rincón?... ¡Después de ser obispo volver a sacristán! ¿Será una bendición ser lo que nunca he sido o un castigo para expiar mis culpas por actos que cuando mozuelo he cometido? Las flores más bellas envejecen y se marchitan.
No hay cerco que no haya saltado, abismo al que no haya descendido, ni cima que no haya alcanzado: todo lo que me he propuesto y de mí ha dependido lo he conseguido... Pero, ¿ahora qué? Ya todo lo he perdido.
La miel de las abejas no solo la he bebido, sino que  también entre mis mano la he chorreado; he disfrutado el néctar de las flores, incluyendo las silvestres. Sin embargo, existía una que, aunque silvestre, sobresalía entre todas… Pero, ¿ahora qué? A mi cuerpo lo siento, además de frío, endurecido.
Con eso que llaman “reforma” he visto condecorar al delincuente y que el juez le pida disculpas y favores; he visto perseguir al inocente, condenarlo y encarcelarlo de por vida; pero ahora no veo los colores de las flores, no oigo el trinar de los pajaritos al despuntar el alba. Estoy sordo y estoy solo: qué triste es el atardecer de la vida cuando mísero al final uno se queda.
La higuana que corre al mediodía entre hueco y hueco y se esconde entre algarrobos, porque se quema las patitas, ¡no llega a su destino!
Por donde pasa el agua, muchas veces los pobres se mueren de sed, porque el agua no es de ellos: se la han usurpado los ricos o es del Gobierno y el Gobierno también es de los ricos. La chacra del pobre se vuelve polvo, su ganado se cae, el sol quema en sus lomos y hace de sus pellejos fundas en las que se depositan solo huesos. Y cuando a fin de año vuelven las lluvias se llevan todo lo que la sequía ha dejado. Todo termina y para el pobre solo hay miseria y desde lo más alto del cielo el astro rey que lo calcina.
Un barco fantasma que, entre la bruma, al garete navega, da vueltas en extensa órbita alrededor del mundo, como un cometa en el espacio. Con su silueta perfecta, con diferentes colores en cada viaje, cual una sirena: aparece. Fue mujer y en su silueta de lejos luce como mujer; con su falda y su blusa, lleva los mismos colores en el casco: amarillo, color del amor adolescente, y blanco: pureza del alma de la línea de flotación al puente. Poseidón por su belleza y ternura para mantenerla cerca y tener prole con ella la convirtió en sirena y más tarde en una barca para juguetear en viajes redondos, desde el Codo de la Vieja hasta el final de los mares. ¿Un mandato o maldición de Afrodita por lo sucedido una tarde inolvidable?
Se acerca en cada viaje a modo de reloj, que al llegar marca las 04 en el punto de partida como aún buscando puerto; mas, estando cerca, vira alejándose mar adentro. De proa a popa presenta su silueta cual una bella durmiente y a lo lejos se divisa en la popa su nombre escrito en letras de molde.
Unas noches de insomnio, con intervalos de sueño hechos de pesadilla o como un puente rajado que a ningún sitio conduce. En los días mi cielo era negro no obstante que el sol brillaba: un cielo de invierno en pleno mes de verano; pero, menos mal que ─después de un lapso de ser víctima de delirios─ como una ñusta aparece entre los muros incaicos: junto a las ruinas canta y baila el día del Inti raymi.
Del imperio cojo el Sol; del paisaje, los colorines. Y de su vida y la mía formamos un nuevo reino…
Los cuatro suyos son nuestros porque los dos heredamos. Y en las lajas y los quipus escribimos un nuevo renglón de la historia.
Cuarenta años escritos en el corazón de los Andes, en las piedras monolíticas, entre cerros y quebradas; desde las ruinas del Coricancha hasta el centro de la plaza del nuevo Cusco.
Así como cayó el imperio de los Incas y como se oculta el Sol en los Andes… se fue para siempre entre pututos y quenas, en medio de coronas y chullos. Pero el Inti, en esos ratos, tras arbustos y cerros, asoma para acompañarla y hace que el mundo amanezca.
Los códigos, la Constitución y otras leyes, ¿de qué sirven cuando solo quedan segundos en el reloj de la vida? ¿Para qué nos sirve, a los pobres, tantos procesos cuando al “dictarse sentencia” se necesita algo que no tenemos? ¿De qué nos sirve?... ¡De nada!
Solo somos un grano de arena en el desierto o en las playas de un mar inmenso. Pero para darme cuenta he tardado más de 80 años.
Caminante ─tú que vas a Santiago de Compostela, como a las ruinas de Machu Picchu─ no pierdas el tiempo. Pero tampoco vivas la vida tan de prisa. Estoy seguro de que llegarás muy lejos. Ahora que han pasado tantos años de mi vida y muchas cosas, estoy aún caminando sobre el último tercio de la jornada y no puedo decir que mi tarea ha terminado, porque nunca supe lo que el Altísimo me ha encomendado.
Recuerdo la noche de un 05 de agosto, de esos que pasan tanto. Eran unos días de fiesta; días de amor; en que se cambia el olor del pueblo por el del incienso; noches de colorines y algarabía… Horas de fe inocente; días en que los hombres y mujeres “se ganan el pan con el sudor de sus frentes”. Particularmente una noche de esas en que en el pueblo nadie duerme.
Alumbraba las calles una luz intensa que salía de los toldos. El calor era de casi 20 grados, no obstante ser de madrugada. Tierras cálidas de Motupe ─“mi pueblo”─ que en mi corazón es latido.
A lo lejos se escucha el eco de la gente que reza y del templo sale un olor a eucaristía; fiesta y parranda. Apuestas y maldiciones de miles de forasteros. Hay de todo, se consume de todo. Harapientos que en esos ratos “son reyes”, “napoleones” narrando su Waterloo; “políticos” y “oradores” que arengan eufóricos a sus masas que en esos instantes existen solo para ellos.
Una tetera con agua hirviendo silba con la fuerza del vapor que escapa por el pico. Una cafetera que espera. Una “china tonderuda” que cuando se agacha de espaldas parece tener la fortaleza de una elefanta, y cuando se exhibe erguida de frente, por la exhuberancia de los adornos de su pecho, es como si estuviera escondiendo dos panetones, pero vivos… digno ejemplar de las hembras de mi pueblo; recostada a la mesa dormita con un ojo y con el otro vigila para que no le roben.
En la mesa ─cubierta con un hule de esos de antaño, floreado de colorines─, está un hombre joven con aspecto adolescente, sentado en una silla, apoyando sobre la mesa sus codos y sobre sus manos la testa.
No mira a nadie, no duerme. Cantan los gallos anunciando la madrugada… ¿Piensa? ¿Piensa en la religión? ¡Tal vez no! De rato en rato cierra los ojos… ¿Duerme? ¡No! Medita. En un mundo tan concurrido, un hombre solo que piensa. ¿Está embriagado? ¡No! ¿Es abstemio? Acerca a sus labios una taza de café humeante.
Sobre la mesa reposan unos naipes y un cubilete de esos de echar los dados.
En esos momentos un hombre anciano desmonta de una mula negra. Está vestido de chalán, con un poncho blanco de hilo de algodón, que lleva una de las puntas puesta a la bandolera. Es una figura atractiva: un caballero en una noche sin luna. Busca una mesa y no encuentra, no obstante que muchas están vacías.
La china despierta, alerta para ofrecer sus servicios.
El anciano ─después de mirar en redondo─ se acerca al joven meditabundo y le pide permiso para sentarse. El joven no le contesta. Con un ademán muy sencillo, sin dejar de ser cortés; pero soberbio e indicando con los dedos de la mano izquierda, pide un café caliente que presto le es alcanzado.
El joven sigue pensando sin darse por aludido. No le interesa el café, ni el anciano, hasta que este rompe el silencio.
─Señor, ¿no me ha visto, ni ha olido el café?
El joven levanta la cara y con los ojos interroga por aquello que no ha oído porque estaba aparentemente pensando.
─¿En qué piensa, joven, si se puede saber? ─pregunta el anciano.
─En nada y en todo ─contesta el muchacho─, porque en todo hay que pensar y en nada hay que detenerse.
─Interesante respuesta; pero con ella no ha contestado mi pregunta ─dice el anciano. Y agrega─: ¿En qué trabaja?
─Soy estudiante ─contesta el interrogado, con palabras entrecortadas.
Se cuentan ambos sus viajes de idas y venidas, con carreras y tropezones.
─¿Y qué hace acá? ─pregunta el anciano.
─Como le dije, soy estudiante pobre y estoy donde pueda ganarme la vida; aunque me sea difícil, por la pobreza que siempre llevo a cuestas. ¿Una broma que nos juega el destino? ─expresa.
─¿Una broma que le hace el grande al chiquito? ¿Qué a los pobres les hacen los ricos? ─añade el anciano. Y acota─: ¿Qué es la muerte?
─¡La muerte no existe! ─contesta presto el joven─. Es invención del hombre para ocultar su ignorancia. El rico se ríe de lo que le hace al pobre, mientras que el pobre llora porque no entiende lo que sucede a su alrededor.
─¿Sabes jugar con las barajas? ─pregunta el anciano.
─No ─responde el muchacho.
─¿Y a los dados?
─¡Tampoco!
El anciano busca un punto de apoyo para conversar con el joven; pero este no ofrece batalla.
─¿Alguna vez has jugado? ─el anciano no se da por satisfecho.
─Sí. Cuando fui agente viajero; pero alguien me guiaba. Siempre ganaba por lo que no me era divertido. Decían que eso era por ser mano virgen.
─Hijo, me has caído en simpatía ─se franquea el anciano─. ¿Quisieras jugar conmigo, aunque sea una sola partida, para ver si arreglas tu vida y no andes de tumbo en tumbo?
─¿Y por qué? ─contesta el joven.
─Porque tu vida sería mía si perdieses. O tuya si me ganases. Y vivirías como Barrabás. Si la vida hiciera de ti un caballero, cuando menos estás en la obligación de ser un buen jinete; porque, de lo contrario, el mismo caballo se encargaría de tirarte al suelo.
Ambos se miran. Y después de un instante, el joven le dice al anciano:
─Según usted todo en el mundo es broma. Y toda broma es vida, aunque en ella hasta la vida se pierda. O todo en el mundo es error y hay que aprender a convivir con ello. Y uno más o uno menos, ¿a quién podría importarle?
Y hablando y estirando el brazo, el joven cogió el cubilete.
─Como viejo te confieso que nunca he sido honrado tratándose de estos juegos. Y creo que en el mundo nadie lo ha sido; pero por primera vez voy a serlo ─dijo el anciano, como dar otro sorbo del café.
─¿Y qué jugamos si soy un estudiante y estoy siempre hecho un misio?
─El hombre siempre lleva algo muy preciado, que nunca ha tenido en cuenta ─asegura el anciano, con pasmosidad.
─¿Qué es?
─¡Su vida!
─Pero… ¿Mi vida quiere que se le entregue? ¡Chit! ─anota el jovencito, quizá dándole más importancia a lo que afirmaba.
─¡Hombre!... ¿Pero no acabas de decirme que de nada te sirve? ─replica el anciano.
─¡Incoherencias humanas!
El joven toma el cubilete haciendo sonar en la mesa mientras escucha la interrogante del anciano:
─¿Qué estudias, hijo mío?
─Derecho, porque quiero ser abogado. Un juslaboralista, aunque sea de viejo.
─¿Con esa facha, “derecho”, cuando todo en el mundo es torcido? Todo en el mundo es torcido. Todo en el mundo es corrupto. Todo en el mundo es podrido.
Una pausa breve se generó porque sonó la tetera avisando que el agua estaba hirviendo.
El anciano, con una cara de experiencia, mirando muy fijamente, gesticulando, al son que movía las manos, afirmó:
─Hijo, ¿no te habrás equivocado? Ilusiones de juventud.
─Pero si estas no existiesen tampoco habría arrepentimiento y el mundo no avanzaría.
─Lo que pasa ─prosiguió el anciano─ es que los hombres creen que la justicia tiene cara de mujer y que es muy bonita, cuando en realidad es varón, y de su cara ni hablemos. ¿Recuerdas a Cuasimodo y Esmeralda? ─preguntó.
─En “Los miserables”, de Víctor Hugo. Sí.
El anciano, con mucha calma y sin ningún rasgo, que pueda decirse de alegría, prosiguió:
─Esmeralda no representa la justicia. Más bien podríamos decir que quien la personifica es Cuasimodo.
─Cuando menos en nuestro medio ─recalcó el joven.
─Serás abogado… Lo serás. Lo estoy viendo en tus ojos ─anunció el anciano, a manera de respuesta.
El joven sonrió expresando alegría en su rostro. Y menea el cubilete, porque veía más claridad.
Y el anciano anima al joven:
─Tranquilo. Tranquilo, que jugamos solo una partida en una sola tirada.
El joven como tenía el cubilete en la mano, tal vez sin interpretar debidamente lo que el anciano había pronosticado, lo mira y piensa que instantes como esos no hay dos en la vida. Revuelve el cubilete tapándole la boca, menea fuerte, jala sobre la mesa, recibe al borde y presto como un rayo tira: “¡Cuatro ases y una quina!”, grita.
─Me has ganado ─dice el anciano─. No tengo opción a tirar. Me has ganado.
Y dando el último sorbo al café, que ya estaba frío y aún no lo había pagado, se puso de pie como si una serpiente lo hubiera mordido.
─Gracias, abuelo. Me has distraído y hecho pasar un buen rato.
El anciano se aleja de la mesa, se acerca a su mula ─que ya estaba más que pajarera─, coge la brida y la montura con la mano izquierda… Y en el momento que coloca el pie dentro del estribo del mismo lado, se escucha la voz del joven que gritando pregunta:
─¡Dime quién eres, abuelo!
El viejo ya estaba sobre la mula.
Retumba un trueno… Y un relampagueo alumbra la casa. El anciano, ya avanzando, voltea y contesta, con una voz que nada tenía de dulce: “¡La muerte!”
Buenos amigos son los muertos, porque ellos no traicionan ni son tránsfugas.
Muchos años ─más de medio siglo─ han pasado desde aquel 05 de agosto de los primeros años de la segunda mitad del siglo XX. Parece que es tiempo de volver y sentarse a la misma mesa, cuando menos en el mismo sitio… Y, de ser posible, a la misma hora, para dar gracias al cielo. Recuerda que: “contar nuestros secretos es a menudo una locura. Contar los ajenos es una traición”:.