SINFONÍA EN
EL ATARDECER
DE LA
VIDA
Miguel Suárez Sandoval
HE PERDIDO tanto en mi vida, que podría decir que no he ganado
nada. Y en mi mundo lo único que ─para sobrevivir─ me ha quedado es la
paciencia: lo demás lo he perdido o jamás lo tuve… Si no me pongo a llorar es
porque mi alma hasta sin lágrimas se ha quedado, y, sobre todo, porque ─al
meditar─ la razón así me aconseja.
Corrí tras de mucho que, después, como un fantasma desapareció
dejándome en el campo como un palo abandonado, viejo y carcomido. A mi
alrededor ni siquiera hormigas quedan porque saben que de mí no sacarán nada.
Abandoné mi pueblo con su olor a pan caliente a las seis de la
mañana y a flores y frutas mientras brilla el Sol o cuando la Luna guiña en el
horizonte y lentamente da la sensación que resbala.
Siempre soñé tener una casa, en la casa un jardín y en el jardín
unas flores. Sobre los dos tercios de mi vida he tenido muchas flores; pero no
tuve jardín porque tampoco tuve casa. Por eso las flores murieron o se fueron
destruyéndome la vida, paulatinamente, al son que cada una de ellas moría o se
iba.
¿Qué será de mí cuando, para caminar, tenga que sujetarme de un
palo que lo lleve por delante? ¡Ojalá que ese palo sea de algarrobo! ¡Y si es
de El Cholocal… mejor!, porque estoy seguro de que no lograré que sea de naranjo!
¿Qué será de mí cuando ni con bastón camine, y sordo y ciego me quede
acurrucado en un rincón?... ¡Después de ser obispo volver a sacristán! ¿Será
una bendición ser lo que nunca he sido o un castigo para expiar mis culpas por
actos que cuando mozuelo he cometido? Las flores más bellas envejecen y se
marchitan.
No hay cerco que no haya saltado, abismo al que no haya descendido,
ni cima que no haya alcanzado: todo lo que me he propuesto y de mí ha dependido
lo he conseguido... Pero, ¿ahora qué? Ya todo lo he perdido.
La miel de las abejas no solo la he bebido, sino que también entre mis mano la he chorreado; he
disfrutado el néctar de las flores, incluyendo las silvestres. Sin embargo,
existía una que, aunque silvestre, sobresalía entre todas… Pero, ¿ahora qué? A
mi cuerpo lo siento, además de frío, endurecido.
Con eso que llaman “reforma” he visto condecorar al delincuente y
que el juez le pida disculpas y favores; he visto perseguir al inocente,
condenarlo y encarcelarlo de por vida; pero ahora no veo los colores de las
flores, no oigo el trinar de los pajaritos al despuntar el alba. Estoy sordo y
estoy solo: qué triste es el atardecer de la vida cuando mísero al final uno se
queda.
La higuana que corre al mediodía entre hueco y hueco y se esconde
entre algarrobos, porque se quema las patitas, ¡no llega a su destino!
Por donde pasa el agua, muchas veces los pobres se mueren de sed,
porque el agua no es de ellos: se la han usurpado los ricos o es del Gobierno y
el Gobierno también es de los ricos. La chacra del pobre se vuelve polvo, su
ganado se cae, el sol quema en sus lomos y hace de sus pellejos fundas en las
que se depositan solo huesos. Y cuando a fin de año vuelven las lluvias se
llevan todo lo que la sequía ha dejado. Todo termina y para el pobre solo hay
miseria y desde lo más alto del cielo el astro rey que lo calcina.
Un barco fantasma que, entre la bruma, al garete navega, da
vueltas en extensa órbita alrededor del mundo, como un cometa en el espacio.
Con su silueta perfecta, con diferentes colores en cada viaje, cual una sirena:
aparece. Fue mujer y en su silueta de lejos luce como mujer; con su falda y su
blusa, lleva los mismos colores en el casco: amarillo, color del amor
adolescente, y blanco: pureza del alma de la línea de flotación al puente.
Poseidón por su belleza y ternura para mantenerla cerca y tener prole con ella
la convirtió en sirena y más tarde en una barca para juguetear en viajes
redondos, desde el Codo de la Vieja hasta el final de los mares. ¿Un mandato o
maldición de Afrodita por lo sucedido una tarde inolvidable?
Se acerca en cada viaje a modo de reloj, que al llegar marca las 04
en el punto de partida como aún buscando puerto; mas, estando cerca, vira
alejándose mar adentro. De proa a popa presenta su silueta cual una bella
durmiente y a lo lejos se divisa en la popa su nombre escrito en letras de
molde.
Unas noches de insomnio, con intervalos de sueño hechos de
pesadilla o como un puente rajado que a ningún sitio conduce. En los días mi cielo
era negro no obstante que el sol brillaba: un cielo de invierno en pleno mes de
verano; pero, menos mal que ─después de un lapso de ser víctima de delirios─
como una ñusta aparece entre los muros incaicos: junto a las ruinas canta y
baila el día del Inti raymi.
Del imperio cojo el Sol; del paisaje, los colorines. Y de su vida
y la mía formamos un nuevo reino…
Los cuatro suyos son nuestros porque los dos heredamos. Y en las
lajas y los quipus escribimos un nuevo renglón de la historia.
Cuarenta años escritos en el corazón de los Andes, en las piedras
monolíticas, entre cerros y quebradas; desde las ruinas del Coricancha hasta el
centro de la plaza del nuevo Cusco.
Así como cayó el imperio de los Incas y como se oculta el Sol en
los Andes… se fue para siempre entre pututos y quenas, en medio de coronas y
chullos. Pero el Inti, en esos ratos, tras arbustos y cerros, asoma para
acompañarla y hace que el mundo amanezca.
Los códigos, la Constitución y otras leyes, ¿de qué sirven cuando
solo quedan segundos en el reloj de la vida? ¿Para qué nos sirve, a los pobres,
tantos procesos cuando al “dictarse sentencia” se necesita algo que no tenemos?
¿De qué nos sirve?... ¡De nada!
Solo somos un grano de arena en el desierto o en las playas de un
mar inmenso. Pero para darme cuenta he tardado más de 80 años.
Caminante ─tú que vas a Santiago de Compostela, como a las ruinas
de Machu Picchu─ no pierdas el tiempo. Pero tampoco vivas la vida tan de prisa.
Estoy seguro de que llegarás muy lejos. Ahora que han pasado tantos años de mi
vida y muchas cosas, estoy aún caminando sobre el último tercio de la jornada y
no puedo decir que mi tarea ha terminado, porque nunca supe lo que el Altísimo
me ha encomendado.
Recuerdo la noche de un 05 de agosto, de esos que pasan tanto.
Eran unos días de fiesta; días de amor; en que se cambia el olor del pueblo por
el del incienso; noches de colorines y algarabía… Horas de fe inocente; días en
que los hombres y mujeres “se ganan el pan con el sudor de sus frentes”.
Particularmente una noche de esas en que en el pueblo nadie duerme.
Alumbraba las calles una luz intensa que salía de los toldos. El
calor era de casi 20 grados, no obstante ser de madrugada. Tierras cálidas de
Motupe ─“mi pueblo”─ que en mi corazón es latido.
A lo lejos se escucha el eco de la gente que reza y del templo sale
un olor a eucaristía; fiesta y parranda. Apuestas y maldiciones de miles de
forasteros. Hay de todo, se consume de todo. Harapientos que en esos ratos “son
reyes”, “napoleones” narrando su Waterloo; “políticos” y “oradores” que arengan
eufóricos a sus masas que en esos instantes existen solo para ellos.
Una tetera con agua hirviendo silba con la fuerza del vapor que
escapa por el pico. Una cafetera que espera. Una “china tonderuda” que cuando
se agacha de espaldas parece tener la fortaleza de una elefanta, y cuando se exhibe
erguida de frente, por la exhuberancia de los adornos de su pecho, es como si
estuviera escondiendo dos panetones, pero vivos… digno ejemplar de las hembras
de mi pueblo; recostada a la mesa dormita con un ojo y con el otro vigila para
que no le roben.
En la mesa ─cubierta con un hule de esos de antaño, floreado de
colorines─, está un hombre joven con aspecto adolescente, sentado en una silla,
apoyando sobre la mesa sus codos y sobre sus manos la testa.
No mira a nadie, no duerme. Cantan los gallos anunciando la madrugada…
¿Piensa? ¿Piensa en la religión? ¡Tal vez no! De rato en rato cierra los ojos…
¿Duerme? ¡No! Medita. En un mundo tan concurrido, un hombre solo que piensa.
¿Está embriagado? ¡No! ¿Es abstemio? Acerca a sus labios una taza de café humeante.
Sobre la mesa reposan unos naipes y un cubilete de esos de echar
los dados.
En esos momentos un hombre anciano desmonta de una mula negra.
Está vestido de chalán, con un poncho blanco de hilo de algodón, que lleva una
de las puntas puesta a la bandolera. Es una figura atractiva: un caballero en
una noche sin luna. Busca una mesa y no encuentra, no obstante que muchas están
vacías.
La china despierta, alerta para ofrecer sus servicios.
El anciano ─después de mirar en redondo─ se acerca al joven
meditabundo y le pide permiso para sentarse. El joven no le contesta. Con un
ademán muy sencillo, sin dejar de ser cortés; pero soberbio e indicando con los
dedos de la mano izquierda, pide un café caliente que presto le es alcanzado.
El joven sigue pensando sin darse por aludido. No le interesa el
café, ni el anciano, hasta que este rompe el silencio.
─Señor, ¿no me ha visto, ni ha olido el café?
El joven levanta la cara y con los ojos interroga por aquello que
no ha oído porque estaba aparentemente pensando.
─¿En qué piensa, joven, si se puede saber? ─pregunta el anciano.
─En nada y en todo ─contesta el muchacho─, porque en todo hay que
pensar y en nada hay que detenerse.
─Interesante respuesta; pero con ella no ha contestado mi pregunta
─dice el anciano. Y agrega─: ¿En qué trabaja?
─Soy estudiante ─contesta el interrogado, con palabras entrecortadas.
Se cuentan ambos sus viajes de idas y venidas, con carreras y
tropezones.
─¿Y qué hace acá? ─pregunta el anciano.
─Como le dije, soy estudiante pobre y estoy donde pueda ganarme la
vida; aunque me sea difícil, por la pobreza que siempre llevo a cuestas. ¿Una
broma que nos juega el destino? ─expresa.
─¿Una broma que le hace el grande al chiquito? ¿Qué a los pobres
les hacen los ricos? ─añade el anciano. Y acota─: ¿Qué es la muerte?
─¡La
muerte no existe! ─contesta presto el joven─. Es invención del hombre para
ocultar su ignorancia. El rico se ríe de lo que le hace al pobre, mientras que
el pobre llora porque no entiende lo que sucede a su alrededor.
─¿Sabes jugar con las barajas? ─pregunta el anciano.
─No ─responde el muchacho.
─¿Y a los dados?
─¡Tampoco!
El anciano busca un punto de apoyo para conversar con el joven;
pero este no ofrece batalla.
─¿Alguna vez has jugado? ─el anciano no se da por satisfecho.
─Sí. Cuando fui agente viajero; pero alguien me guiaba. Siempre
ganaba por lo que no me era divertido. Decían que eso era por ser mano virgen.
─Hijo, me has caído en simpatía ─se franquea el anciano─.
¿Quisieras jugar conmigo, aunque sea una sola partida, para ver si arreglas tu
vida y no andes de tumbo en tumbo?
─¿Y por qué? ─contesta el joven.
─Porque tu vida sería mía si perdieses. O tuya si me ganases. Y
vivirías como Barrabás. Si la vida hiciera de ti un caballero, cuando menos
estás en la obligación de ser un buen jinete; porque, de lo contrario, el mismo
caballo se encargaría de tirarte al suelo.
Ambos se miran. Y después de un instante, el joven le dice al
anciano:
─Según usted todo en el mundo es broma. Y toda broma es vida,
aunque en ella hasta la vida se pierda. O todo en el mundo es error y hay que
aprender a convivir con ello. Y uno más o uno menos, ¿a quién podría importarle?
Y hablando y estirando el brazo, el joven cogió el cubilete.
─Como viejo te confieso que nunca he sido honrado tratándose de
estos juegos. Y creo que en el mundo nadie lo ha sido; pero por primera vez voy
a serlo ─dijo el anciano, como dar otro sorbo del café.
─¿Y qué jugamos si soy un estudiante y estoy siempre hecho un
misio?
─El hombre siempre lleva algo muy preciado, que nunca ha tenido en
cuenta ─asegura el anciano, con pasmosidad.
─¿Qué es?
─¡Su vida!
─Pero… ¿Mi vida quiere que se le entregue? ¡Chit! ─anota el
jovencito, quizá dándole más importancia a lo que afirmaba.
─¡Hombre!... ¿Pero no acabas de decirme que de nada te sirve?
─replica el anciano.
─¡Incoherencias humanas!
El joven toma el cubilete haciendo sonar en la mesa mientras
escucha la interrogante del anciano:
─¿Qué estudias, hijo mío?
─Derecho, porque quiero ser abogado. Un juslaboralista, aunque sea
de viejo.
─¿Con esa facha, “derecho”, cuando todo en el mundo es torcido?
Todo en el mundo es torcido. Todo en el mundo es corrupto. Todo en el mundo es
podrido.
Una pausa breve se generó porque sonó la tetera avisando que el
agua estaba hirviendo.
El anciano, con una cara de experiencia, mirando muy fijamente,
gesticulando, al son que movía las manos, afirmó:
─Hijo, ¿no te habrás equivocado? Ilusiones de juventud.
─Pero si estas no existiesen tampoco habría arrepentimiento y el
mundo no avanzaría.
─Lo que pasa ─prosiguió el anciano─ es que los hombres creen que
la justicia tiene cara de mujer y que es muy bonita, cuando en realidad es
varón, y de su cara ni hablemos. ¿Recuerdas a Cuasimodo y Esmeralda? ─preguntó.
─En “Los miserables”, de Víctor Hugo. Sí.
El anciano, con mucha calma y sin ningún rasgo, que pueda decirse
de alegría, prosiguió:
─Esmeralda no representa la justicia. Más bien podríamos decir que
quien la personifica es Cuasimodo.
─Cuando menos en nuestro medio ─recalcó el joven.
─Serás abogado… Lo serás. Lo estoy viendo en tus ojos ─anunció el
anciano, a manera de respuesta.
El joven sonrió expresando alegría en su rostro. Y menea el
cubilete, porque veía más claridad.
Y el anciano anima al joven:
─Tranquilo. Tranquilo, que jugamos solo una partida en una sola
tirada.
El joven como tenía el cubilete en la mano, tal vez sin
interpretar debidamente lo que el anciano había pronosticado, lo mira y piensa
que instantes como esos no hay dos en la vida. Revuelve el cubilete tapándole
la boca, menea fuerte, jala sobre la mesa, recibe al borde y presto como un
rayo tira: “¡Cuatro ases y una quina!”, grita.
─Me has ganado ─dice el anciano─. No tengo opción a tirar. Me has
ganado.
Y dando el último sorbo al café, que ya estaba frío y aún no lo
había pagado, se puso de pie como si una serpiente lo hubiera mordido.
─Gracias, abuelo. Me has distraído y hecho pasar un buen rato.
El anciano se aleja de la mesa, se acerca a su mula ─que ya estaba
más que pajarera─, coge la brida y la montura con la mano izquierda… Y en el
momento que coloca el pie dentro del estribo del mismo lado, se escucha la voz
del joven que gritando pregunta:
─¡Dime quién eres, abuelo!
El viejo ya estaba sobre la mula.
Retumba un trueno… Y un relampagueo alumbra la casa. El anciano,
ya avanzando, voltea y contesta, con una voz que nada tenía de dulce: “¡La
muerte!”
Buenos amigos son los muertos, porque ellos no traicionan ni son
tránsfugas.
Muchos años ─más de medio siglo─ han pasado desde aquel 05 de
agosto de los primeros años de la segunda mitad del siglo XX. Parece que es tiempo
de volver y sentarse a la misma mesa, cuando menos en el mismo sitio… Y, de ser
posible, a la misma hora, para dar gracias al cielo. Recuerda que: “contar
nuestros secretos es a menudo una locura. Contar los ajenos es una traición”:.